La ecología sin lucha social es solo jardinería
abril 5, 2022
¿Puede la lucha ambiental sintetizar las actuales disputas sociales y económicas? Un repaso sobre la relación sociedad-naturaleza, y su lógica colonial y extractiva, evidencia la opresión sobre el sur global, las mujeres, los pueblos originarios y la población negra. Y encuentra en las luchas socioambientales una herramienta de construcción transversal que lleve a una transición justa.
Por Juan Pedro Frère Affanni
El paradigma –todavía vigente en nuestra cultura occidental– acerca de
la relación sociedad-naturaleza, definido por la oposición entre sus elementos
y por la subordinación de uno –la naturaleza– al otro –la sociedad–, es un buen
ejemplo de aquellas concepciones antropológicas que influyen en la construcción
de imaginarios y posiciones políticas. Dicho binomio sirvió como sustrato
teórico y justificación para otros pares con similar contenido de opresión,
como una suerte de espejo de los mismos.
En el marco de una crisis climática y ecológica en pleno desarrollo, el análisis del paradigma antropológico que define la
relación sociedad-naturaleza puede permitirnos comprender la
situación en la que nos hallamos, sus conexiones con otros sistemas de opresión y las posibles salidas a
todo ello. De esta manera, las luchas
socioambientales que se están desplegando en todo el mundo tienen la
potencialidad de revelarse como poderosas armas de construcción interseccional
para luchar contra toda forma de opresión.
La relación sociedad-naturaleza, una
mirada antropocéntrica
La relación entre sociedad o cultura –podemos considerarlos como
equivalentes– y naturaleza se ha constituido como un dualismo entre ambos. En
esta dicotomía, el ser humano es considerado el centro de la
relación y la naturaleza es concebida como dominada y
subordinada a la cultura y, de forma instrumental, al servicio de la dominación
de aquel sobre la tierra y de la expansión del capital.
Podemos situar el origen de esta concepción en la tradición judeocristiana, que creó una visión antropocéntrica del
mundo, sobre todo a partir del relato del Génesis que le sirve de
sustento. Esta idea ha sido expresada cabalmente por Lynn White Jr. en su
artículo Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica. El autor afirma que
el cristianismo “estableció un dualismo entre el hombre y la naturaleza […]” e
“[…] insistió en que era la voluntad de Dios que el hombre explotara la
naturaleza para su propio beneficio”. White agrega que el desplazamiento, por parte del cristianismo, de las
visiones paganas, como la espiritualización de los elementos naturales,
eliminó toda reserva frente a la explotación de la naturaleza.
En una línea similar, el teólogo brasileño Leonardo Boff afirmó en Ecología: grito de la tierra, grito de los pobres,
que el cristianismo contribuyó enormemente a la secularización del
mundo natural y al surgimiento del paradigma tecnocientífico –según
él, uno de los principales factores de la actual crisis ecológica–. Boff
resalta una serie de elementos “antiecológicos” en la cultura judeocristiana,
sobre todo a partir de la lectura del Génesis, pero se distancia explícitamente
de Lynn White y rechaza que pueda situarse la responsabilidad de la actual
situación principal o exclusivamente en la cultura creada por el
cristianismo.
A lo largo de su libro parece vislumbrarse la idea de que la responsabilidad
principal ha de caer sobre el capitalismo, cuya lógica de permanente persecución
de la ganancia ha avanzado sistemáticamente sobre los derechos y
el bienestar de los territorios y las poblaciones.
La dominación de la naturaleza, según
el patriarcado
La antropóloga estadounidense Sherry Ortner, en ¿Es la mujer al hombre lo que la naturaleza a la
cultura?, busca explicar la universal (según su consideración) subordinación de
la mujer y lo hace con la idea de que todas las culturas vinculan lo
femenino con la naturaleza, a la cual también juzgan inferior. La
autora señala que todas las sociedades humanas han marcado una diferencia entre
sí mismas y la naturaleza en base al hecho de que la sociedad es capaz de
superar las condiciones naturales y utilizarlas en su beneficio, “socializando”
a la naturaleza. Ortner sostiene que, si las mujeres son simbólicamente
asociadas a la naturaleza y los hombres a la cultura, y si esta busca siempre
someter a aquella, entonces la sumisión de la mujer por el hombre es entendida
en cada cultura como algo natural.
Ortner presenta dos argumentos fundamentales acerca de por qué la mujer
es vinculada a la naturaleza. En primer lugar, siguiendo a Simone de Beauvoir,
señala que su cercanía a la naturaleza está fuertemente determinada por sus
funciones en la reproducción y las características fisiológicas de la mujer;
mientras que el hombre, al carecer de “funciones naturales creativas”, sólo
puede alcanzar esta capacidad creadora a través de la cultura, de los símbolos
y la tecnología.
En segundo lugar, dichas características fisiológicas determinaron la
reducción de la mujer a espacios y roles sociales restringidos, también
considerados cercanos a la naturaleza. Con ello se refiere a la limitación de
la mujer al círculo doméstico, lo cual favorece su asociación con la naturaleza:
por un lado debido a la relación con los niños –quienes, al no estar
socializados, son obviamente parte de la naturaleza– y, por otro, por su
exclusión del espacio público o político –eminentemente vinculado a la
sociedad–, que resulta potestad exclusiva de los hombres.
El salvaje y la carga del hombre
blanco
Sin duda uno de los casos en los que más transparente resulta la
relación sociedad-naturaleza como espejo y fundamento de otras relaciones de
opresión es en el del binomio civilizado-salvaje. La cultura blanca europea en distintos momentos de la historia
asoció con la naturaleza a diversos pueblos considerados “salvajes” o “no
civilizados”.
En América, los debates del siglo XVI acerca de la condición de los
indígenas fueron fundamentales en la justificación y legitimación de la
Conquista. Dentro de dicho debate las argumentaciones que señalaban que los
indígenas eran bárbaros, sin razón, dominados por el cuerpo y, por todo esto,
incapaces de constituir una sociedad regida por leyes justas y racionales
remiten claramente a los valores y símbolos asociados con la naturaleza.
Si bien en el debate prevalecieron los argumentos más benévolos con los
indígenas (como los de Bartolomé de Las Casas), aun así la marcada inferioridad del “indio” por su asociación con la
naturaleza estuvo presente en todas las representaciones que de
ellos se hicieron los españoles y sus herederos criollos de las repúblicas
independientes.
Como señala Aníbal Quijano el libro Cuestiones y horizontes: de la
dependencia históricoestructural a la colonialidad / descolonialidad del poder,
la propia configuración de las diferencias entre grupos según criterios
raciales, de las categorías de “europeo”, “indio”, “negro”, y de la posición de
inferioridad de estos últimos tiene su origen en la conquista de América. En
ese contexto la racialidad funcionó como legitimadora de
las relaciones de explotación y dominación, y quedó asociada con
determinados roles en la sociedad colonial, configurando una “división racial
del trabajo”.
En La Era del
Imperialismo (Hobsbawm dixit), la presencia
y relevancia del par civilizado-salvaje fue aún mayor. Durante dicho período
existieron, a grandes rasgos, dos imágenes acerca de “los otros” conquistados.
En primer lugar, la del salvaje violento, bestial y promiscuo, subhumano
incluso, que debía ser domesticado. La segunda imagen presentaba a los pueblos
colonizados como niños a los que había que enseñar las bondades de la
civilización, el desarrollo económico y las costumbres europeas. Se trata de la
famosa “carga del hombre blanco”, al decir de Rudyard Kipling.
En ambas imágenes predomina una concepción del
“otro” colonizado que es netamente de inferioridad debido, en gran medida, a su
asociación con la naturaleza. En el primer caso, se expresa en la
representación de dichos pueblos bajos imágenes de salvajismo y brutalidad que
los acerca a la animalidad, a la naturaleza incontrolada. En el segundo caso,
como una naturaleza que debe ser educada y gobernada.
Conjunción de opresiones hacia el
paradigma del “desarrollo”
El vínculo espejado entre las distintas relaciones de
opresión presentadas ha confluido en una lógica
colonial extractivista que fundamentó un modelo imperialista y de desarrollo
incuestionable, que llevó a la explotación de la naturaleza, de las
mujeres y de los pueblos, especialmente en el sur global.
El
desarrollo del capitalismo se fundó sobre la base de la conquista de otros
pueblos, la expoliación de los bienes comunes naturales de sus territorios y la
opresión específica sobre la mujer. El proceso de acumulación
originaria del capital coincide temporalmente y está profundamente ligado al
inicio de la expansión colonial europea por América y el Índico y el comercio
transatlántico de esclavos.
Durante dicho período no solo se sometió a la naturaleza y a los pueblos
de América, sino que además se ejerció una opresión particular sobre las
mujeres, debido a que fueron permanentes víctimas de la violencia física y
sexual de los conquistadores, y a la imposición de los modelos europeos de
subordinación social y simbólica de la mujer. Podemos ver, entonces, la conjunción de la opresión de la sociedad sobre la naturaleza,
del civilizado sobre el bárbaro, y del hombre sobre la mujer.
Sin embargo, la acumulación originaria, según expresa Rosa Luxemburgo
en La acumulación del capital, no es un momento,
sino un proceso constante que se renueva en las crisis cíclicas del
capitalismo. De esta manera, el imperialismo del siglo XIX, que avanzó
especialmente sobre África y Asia en el contexto de la Gran Depresión de 1873,
fue parte del proceso de “acumulación por desposesión” (en palabras de David
Harvey).
La expansión de las potencias industriales europeas estuvo motivada,
fundamentalmente, por la búsqueda de obtención de materias primas para sus
fábricas y de mercados dependientes donde colocar sus manufacturas y capitales.
Así, fue la expoliación de la naturaleza y el sometimiento de los pueblos, bajo
las lógicas de fundamentación descritas en las secciones anteriores, lo que
impulsó la Era del Imperialismo.
Cabe destacar, tal como señala la antropóloga Henrietta Moore, que
debido a este proceso de expansión del occidente capitalista, se difundió su
concepción de dominación de la sociedad sobre la naturaleza y del hombre sobre
la mujer a todos los pueblos del planeta que fueron integrados en forma
subordinada a dicho régimen.
En nuestros días, la privatización de los bienes
comunes en todo el mundo iniciada en la década de 1970 es la forma
históricamente específica que la acumulación de capital asume en el marco del
proceso de reestructuración capitalista. Esta
nueva etapa de acumulación por desposesión se da a través de un neocolonialismo que se oculta bajo el paradigma del desarrollo.
¿Desarrollo o mal desarrollo?
Como sostienen Maristella Svampa y Enrique Viale en El colapso ecológico ya llegó. Una brújula para salir del mal
desarrollo, el paradigma hegemónico
productivista que concibe al desarrollo económico como único horizonte posible
y deseable tiene sus raíces en una concepción antropocéntrica.
Esta, además, genera un binomio de oposición
subdesarrollado-desarrollado que funciona como espejo de otros como
“pobre/rico, avanzado/atrasado, civilizado/salvaje, centro/periferia”.
Según los autores, la visión de desarrollo imperante en Latinoamérica es
“eldoradista” –basada en la extracción y explotación de los recursos naturales
como fuente de riqueza– y pretende imitar el nivel de vida de los países
“desarrollados”. Estos elementos determinan que podamos pensar el desarrollo
como “continuación del proceso de colonización […] basado en la explotación o
exclusión de la mujer […], en la explotación y degradación de la naturaleza y
en la explotación y destrucción gradual de otras culturas”.
Las implicancias neocoloniales del modelo de desarrollo son claras. En
primer lugar, la idea de querer emular el “desarrollo” y bienestar de los
países centrales manifiesta, en palabras de Camila Moreno, un modo de pensar imperial, que tiene como único
horizonte posible a la Europa blanca, descartando cualquier
otro saber o actuar que pueda surgir de los pueblos indígenas de nuestro
continente.
En segundo lugar, el bienestar,
desarrollo y transición
energética de los países centrales se ha realizado y continúa realizándose a
costa de la externalización de los costos sociales y ecológicos y la
explotación de la naturaleza y la fuerza de trabajo del sur global, como lo
señalan los investigadores Ulrich Brand y Markus Wissen en su libro Modo de vida imperial.
Los valiosos recursos necesarios para la transición socioecológica del
norte –como el litio– son extraídos del
sur, dejando a su paso territorios destruidos y magros –si no nulos– beneficios
económicos para las poblaciones locales. Aceptar que la base de nuestras
economías sea desempeñar el rol de proveedores de materias primas es la reedición de un
modelo colonial que parece calcado del siglo XIX.
Cabe mencionar que, además de la destrucción de los territorios, el extractivismo
avanza sobre los cuerpos, en particular, de las mujeres. Son ellas las más afectadas, en tanto víctimas
predilectas de la violencia física y sexual que se ejerce contra las
poblaciones que resisten la instalación de proyectos
extractivos. Estos, además, una vez instalados producen la desarticulación de
las economías locales y familiares –en las que las mujeres ocupan un rol
significativo– y la extensión de las redes de trata de personas y explotación
sexual.
El desarrollo, y el horizonte de extractivismo que trae aparejado,
es un modelo que reproduce las líneas de la dependencia
colonial (aún más evidente en una Argentina
sometida al pacto con el FMI), se desentiende y opone a la
naturaleza –a la que considera un estorbo–, y se impone en forma antidemocrática,
en contra de los deseos de las poblaciones y en beneficio del capital que lo
diseñó e impulsó.
Una lectura clasista sobre la crisis
ambiental
Hemos visto cómo la explotación de la naturaleza (y la problemática
ambiental que conlleva) se vincula estrechamente con la de la mujer y la de los
pueblos colonizados del sur global. Resta solamente introducir en forma
explícita un elemento más: el análisis de clase.
Las emisiones de carbono dejan a la vista el
carácter clasista de la crisis climática: el 10% más rico de la
población mundial produce la mitad de las emisiones y el 1% más rico emite más
que el 50% más pobre. Por otra parte, más del 60% de las emisiones son
generadas por cerca de 100 empresas públicas y privadas. Tampoco es casual que
en muchas regiones del mundo los mapas de la pobreza
coincidan con los de la destrucción ambiental, en forma
especialmente visible en América Latina y África.
Foto: Subcoop
Ahora bien, la imperiosa necesidad del capital de expandirse constante e
imparablemente para generar más plusvalía, más beneficios y más capital, entra
en directa contradicción con el marcado agotamiento de los bienes naturales y
de los equilibrios ecosistémicos. En otras palabras, no existe más espacio para el crecimiento ilimitado. En
este sentido, las luchas ambientales van en
directa contradicción con un fundamento crucial del capitalismo y, por lo
tanto, son un combate anticapitalista por naturaleza.
Algunos de los principales conflictos de los que somos testigos en los
diversos territorios están determinados por la resistencia frente a algunos
de los sectores más dinámicos y potentes del capital: basta repasar
rápidamente el caso del agronegocio, que
domina buena parte de las economías latinoamericanas. El extractivismo urbano, tan presente en las grandes
ciudades del mundo y llevado adelante en beneficio de la especulación
inmobiliaria y de las urbanizaciones de lujo. La megaminería a cielo abierto, que es una de las
expresiones más acabadas de la dominación neocolonial que deja graves
perjuicios en los territorios y magros beneficios económicos, entre otros.
En estos conflictos, como en todo conflicto social, el rol de la clase
trabajadora es fundamental, ya que su poder reside tanto en su número como en
su posición estratégica en la producción como creadora de la riqueza apropiada
privadamente y garante de la reproducción social. Por tomar solo un ejemplo, la
lucha contra la zonificación que
habilitaba la megaminería en Chubut, el pasado diciembre, triunfó en pocos
días gracias a la gigantesca movilización popular y a la histórica
participación –por primera vez en un conflicto de este tipo– de los sindicatos
portuarios, pesqueros y de transporte.
Un paradigma transversal por la
justicia ambiental
Es cada vez más evidente la necesidad de que cualquier salida de la
grave crisis climática y ecológica en la que estamos sumergidos esté anclada en
la profunda reevaluación de nuestro paradigma cultural respecto,
fundamentalmente, de la relación sociedad-naturaleza.
Gran cantidad de visiones, muy diversas, han aportado en este sentido.
Entre muchas otras:
- El ecofeminismo introdujo en el léxico cotidiano
de las luchas ambientales la idea del cuerpo-territorio, el cual debe ser
defendido de la conquista, resumiendo perfectamente la íntima relación
entre la relación sociedad-naturaleza y sus espejos.
- La Encíclica Laudato Si’ del Papa Francisco que
popularizó conceptos cruciales como “casa común” y “ecología integral” y
acentuó su vinculación con la justicia social.
- Las categorías del Buen Vivir y de los derechos
de la naturaleza aportadas por la cosmovisión indígena
que postulan la defensa de la naturaleza frente al desarrollo colonial
mercantilista y antropocéntrico occidentales.
- El ecosocialismo brinda un análisis más acabado
acerca de la responsabilidad del capitalismo en la crisis.
El principal aporte que puede proveer el entendimiento acerca de la
conjunción de diversas opresiones, es el impulso a la interseccionalidad como
salida a la actual crisis climática y ecológica. La profundidad de las causas y
los efectos de la crisis son tan grandes, que solo una perspectiva transversal e integral puede dar
las herramientas suficientes para derribar las lógicas
que perpetúan la explotación de la naturaleza, de los pueblos del sur, de los trabajadores y trabajadoras,
de las mujeres y de los territorios. Los movimientos
socioambientales, particularmente aquellos con fuerte impronta juvenil, han sabido
recorrer un camino de importante construcción interseccional junto con
movimientos sociales, feministas, sindicales, de desocupados, indígenas.
Esto se ha traducido, por ejemplo en Argentina, en una jerarquización de
la agenda ambiental de tal envergadura que –a pesar de los intentos desde el
“capitalismo verde” por cooptarla– ha logrado instalar en el debate público
numerosas discusiones acerca de nuestros modelos culturales, sociales,
económicos y ambientales, tales como los planteados aquí.
Tanto es así que, del otro lado, el paradigma de desarrollo ha
desplegado en el último tiempo una fuerte agenda de relegitimación propia,
descalificando al ambientalismo como “bobo”, “falopa”, “prohibitivo” y
queriendo anular toda posibilidad de renovación de las miradas y los
horizontes.
Si el capitalismo y los capitalistas son los principales responsables de
la crisis climática y ecológica que vivimos, entonces la lucha por la justicia
ambiental puede ser una puerta de entrada para la lucha revolucionaria contra
toda opresión. Un ambientalismo que no sea feminista,
antiimperialista y anticapitalista difícilmente pueda lograr una transición
significativa y justa que evite un colapso ecológico
irreversible y catastrófico. Porque, como dijo el gran militante ecosocialista
Chico Mendes: “La ecología sin lucha social es sólo jardinería”.