La afirmación de la diferencia en la batalla cultural:Leticia Molina

El enfoque de esta introducción reflexiva sobre la cultura es filosófico; guiada fundamentalmente por F. Nietzsche quien desde su visión del ser humano a categoriza como “animal artístico” y como “animal no-fijado” o “no definido”.




Este animal-hombre se hace a sí mismo a través de la historia. Como se trata de un ser no-fijado, tiene que crear, inventar, necesariamente, para poder sobrevivir. Pero puede no conformarse solo con la supervivencia, pues según este pensador alemán, la vida es fuerza que tiene el poder de crecer constantemente, aunque también es frágil. La vida prospera en la naturaleza, pero también se la destruye fácilmente.
En este marco, Nietzsche distingue cultura de civilización. La riqueza de la vida genera infinidad de expresiones en un movimiento indetenible. Cada configuración presenta alguna diferencia con otras (o difiere profundamente de otras).
 Lo diferente en la vida humana ha de resistir –o no- la actividad uni-formante del proyecto civilizatorio occidental, para afirmarse, y por lo tanto para ganar poder. El proceso civilizatorio desplaza o directamente aniquila la diferencia. Para someter necesita homogeneizar, pues de ese modo debilita a pueblos, comunidades e individuos.
Pero las culturas resisten  el avasallamiento, la invisibilización, la estigmatización y tantas otras formas de destrucción de esa fuerza que une a los pueblos. En cada rincón de América Latina, subsisten expresiones culturales después del genocidio de 500 años atrás y de la desvalorización, sometimiento y exclusión, que  continúa vigente.
Este estado de cosas suele ser políticamente enmascarado de diversas maneras y con mecanismos también variados.  El actual gobierno de los argentinos no se ocupa de disimular demasiado el menosprecio, la persecución y “el dejar morir”- en términos de biopolítica- a hombres, mujeres y niños pertenecientes a sectores social y económicamente subalternos. Algunos de ellos, han sido asimilados por la cultura homogeneizante y  étnocentrica de Occidente. Son los que acatan el modelo y se identifican con el opresor. Muchos resisten con dignidad. Cuando la diferencia cultural es humillada sin disimulo, sin justificaciones seudo-morales o seudo-legales y se pone en palabras con toda la carga emotiva de desprecio con que se hizo público días atrás  el grito “¡negros de mierda!”; esa puesta  en palabras del rechazo y en manifestaciones afectivas discriminatorias o descalificadoras, puede conducir a una afirmación aún más fuerte de la diferencia y alimentar la resistencia. En ese sentido veo con un poco más de optimismo esta falta de disimulo, que la etapa de vulgarización y banalización cultural del periodo menemista, en el que se llegó incluso a hacer apología del delito; como sucedió en algunas manifestaciones de la cumbia villera.
Una de las dimensiones más fuertes de la cultura es la religión. Lo pondré como ejemplo palapable en la vida cotidiana simplemente, no porque me interese subrayar la cuestión religiosa, pues soy atea. Se encuentran manifestaciones en sectas fanáticas amigas de la muerte, donde la identificación del grupo se consolida a través de lo que Jaques-Alain Miller denomina “epidemias”, sectores conservadores de la iglesia católica  cómplices de las políticas represoras, musulmanes  fundamentalistas, algunos grupos protestantes, etc. Estas formas religiosas prosperan desde la homogeneización uniformante. Son inyectoras de sentimientos de culpa, apelan al castigo o la autoflagelación. Debilitan a los seres humanos porque por un lado, la uniformización impide la aparición de la novedad potenciadora de la vida y, lo segundo, por supuesto enferma, rebaja la dignidad humana o directamente la destruye.
Pero también existen configuraciones religiosas que aparecieron en circunstancias históricas determinadas y que pueden ser vistas desde el respeto a la diferencia hasta la afirmación de la misma. En el primer caso ubicaríamos a los movimientos (al menos algunos) pertenecientes a la teología de la liberación. En el segundo, a las prácticas de la fe cristiana y otras más eclécticas, tal como se da en los pueblos originarios. Las mismas son constatables en la comunidad huarpe de Mendoza, en las etnias aymará y quechua de Perú y Bolivia. 
La cultura, en sus expresiones genuinas, esto es, aquellas que pueden tomar distancia o desprenderse de la imposición colonizadora, es afirmadora, y por ello potenciadora de la vida; en consecuencia aporta a la fuerzas emancipatorias.  El proyecto civilizatorio  domina a través de la “domesticación de la manada”, en términos de Vanesa Lemm y en el marco de la filosofía neitzscheana  (Vanesa Lemm, en Rastros y rostros de la biopolítica p.119). Esto significa que el accionar político-económico y religioso, selecciona y jerarquiza  estamentos sociales. Existen prácticas milenarias documentadas en disposiciones religiosas que administran incluso los “alimentos” que habrían de ingerir las capas inferiores de la población y los proscriptos en el mismo sector. Existía y existe la selección, pero no natural, obviamente,  sino programada para debilitar, disminuir y/o aniquilar seres humanos. En este marco se inscribe el racismo.
 El proyecto civilizatorio es justificado desde la creencia sobre una naturaleza humana fija que deja atrás la animalidad a partir de una esencia moral y racional  propia. Es preciso aclarar que esta perspectiva sobre la idea de civilización es eurocéntrica.
La fecundidad de una cultura depende de aceptar el antagonismo de fuerzas en tensión. Hay selección y asimilación de rasgos culturales recíprocos. (ej. el cristianismo en los pueblos originarios, cuyas prácticas van acompañadas de bailes, danzas, ofrecimientos a la pachamama, respetada y adorada por ser la que ofrece sus frutos. La aculturación civilizatoria elimina las formas culturales de lo que domina. Compárese esto con el subir de rodillas la escalera de piedra que conduce a la loma donde yacen los restos de la difunta Correa, en San Juan, para agradecer el cumplimiento de una promesa,  no tan solo como penitencia.